lunes, febrero 21

Él era la pequeña ventanita, el minúsculo agujero luminoso en mi sombría cueva de angustia. Era la rendición, el camino de la liberación. El tenía que enseñarme a vivir o enseñarme a morir; él, con su mano segura y bonita, tenía que tocar mi corazón entumecido, para que al contacto de la vida floreciera o se deshiciese en cenizas. De dónde el sacaba estas fuerzas, de dónde le venia la magia, por qué razones misteriosas había adquirido para mí esta profunda significación, sobre esto no me era posible reflexionar, además daba igual; ya no tenía el menor interés de saberlo. Ya no me importaba en absoluto saber nada, ni meditar nada, de todo ello ya estaba supersaturada, precisamente estaban para mí el tormento y la vergüenza más agudos y mortificantes, en los que me daba cuenta tan exactamente de mi propio estado, tenía plena conciencia de el. Veía antes a este tipo, a este animal de lobo estepario, como una mosca en las redes, y notaba cómo su sino lo empujaba a la decisión, cómo colgaba enredado e indefenso en la tela, cómo la araña estaba preparada para picas, cómo surgió a la misma distancia la mano salvadora.

El lobo estepario. Página 93

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